viernes, 13 de septiembre de 2013

“De Niña a Mujer”. Marcela Paz.



“Tendrás mucha Paz”, fue lo que me dijo una tarotista hace 7 años atrás, lo cual resultó ser profético. En ese entonces no lo creía posible  aunque tenía  una vida "normal", pareja, un hijo, trabajo, todo lo socialmente establecido para ser feliz. Pero en mi interior experimentaba una eterna desazón, apatía, unida a un profundo cansancio y sentía mucho miedo. Mi mente se perdía navegando en una dimensión paralela repleta de carencias, peleas y conflictos, mi cuerpo se defendía en todo momento de peligros reales e imaginarios, siempre estaba tensa, adolorida, asustada, sin fuerzas ni ganas para celebrar la vida. Percibía esta existencia como  un camino difícil de recorrer, no había dicha ni placer en nada de lo que hacía y sentía. Y nada de eso era visible a los ojos del mundo. Hasta ese momento había trabajado en diversos oficios, teniendo la facilidad para realizarlos con cierta facilidad, pero elegía lugares en que explotaban a la gente, a cargo de jefes despotas y distantes, con horarios extensos, mal pagados, con compañeros envidiosos, traicioneros y chismosos. Hoy entiendo que todo esto era un reflejo de mi interior.  

Necesitaba ayuda profesional para entender porque mi cuerpo no tenía energía para sostenerse, y saber la causa por la que me esquivaba la felicidad que solo veía en los demás y en los spots de la tv, (cuan grande es el engaño de las apariencias). Accedí a varios de los mejores especialistas en el área de la salud psicológica y mental que me recomendaban conocidos, quienes resaltaban sus extraordinarias capacidades diciendo que eran expertos en estas materias. Conocí a varios de los distinguidos médicos, escuché sus palabras y probé sus fármacos, sin embargo, cada vez estaba aún más confundida, enferma y exhausta. Mi dolor no cedía ni un centímetro y me intoxicaba a diario con puñados de drogas para subir el ánimo sin lograr el efecto prometido de elevarme, o por lo menos, ponerme de pie. Ingería cada noche dosis de somníferos en cantidades que botarían a un elefante, dejándome cada vez mas inhabilitada, ausente y ahondando en mí desgracia. A pesar de no haber cambios, insistí en seguir las indicaciones de los médicos por algunos años. Por ese entonces, las cosas estaban muy revueltas en mi interior y los pronósticos de los entendidos no me daban esperanza: "Es depresión endógena, tu madre la tiene y tienes que aprender a vivir con esta enfermedad". Fue mi espíritu rebelde, o tal vez mi alma, quienes me dijeron que no creyera en ese diagnóstico, pero no sabía que hacer. Luego de años -toda la vida- agonizando en vida y ya harta de esta existencia, me pregunté por primera vez cuál era la causa de tanta desgracia en mi vida. La fundamental pregunta tuvo una pronta respuesta que vino en un sueño, permitiéndome además, retomar el tema que despertó tempranamente mi atención y pasión y al que le he dedicado muchas horas de estudio y practica: saber la razón de la existencia y del material con el que verdaderamente estamos hechos los seres humanos. Fue entonces que desistí de los procedimientos del hombre, al darme cuenta que la medicina y el raciocinio de los médicos, psiquiatras y psicologos, poco y nada sabían de lo que necesitaba mi cuerpo y mi espíritu para sanar.

El inicio del cambio fue una noche en que el sueño era liviano, inesperadamente me transporte por un tubo a los 4 años de edad, las imágenes eran borrosas, sin embargo las sensaciones y emociones eran vívidas y contundentes. Respiraba a través de un pequeño cuerpo, mis brazos extendidos tocaban el aire, daba pasos buscando un apoyo sin sentir la presencia de nada ni de nadie, no podía ni lograba tocar algo sólido, en ese instante experimente una profunda desolación y pude ver la causa de mi miedo y desamparo. Intuitivamente se me reveló la razón por la cual tenía el alma extraviada: cargaba una infancia inconclusa, repleta de abandono, violencia, humillaciones y desamor, en la cual se gestaron verdaderos demonios en mi mente con emociones que me herían a diario, dejándome al borde de la locura. Las heridas en mi psiquis supuraban dolor, sin posibilidad de sanar con pastillas de laboratorio. 

En el tiempo en que fui niña,  década de los 70, no se sospechaba que los niños necesitaban ser sostenidos en la inocencia con juegos y caricias para formar el carácter, el temple y la autoestima. Mi hogar, constituido por mis padres y un hermano, era un permanente frente de batalla, un lugar de peleas, insultos, soledad, mala comunicación y desencuentros. De ese lugar, a quien mas recuerdo es a mi madre, una mujer frustrada, depresiva e iracunda, quien poseída por una rabia ciega, no cesaba de torturarme con sus gritos y castigos. Sólo cedía su hostigamiento cuando comía o durmiendo, si no, me perseguía por toda la casa criticándome de pies a cabeza, o culpándome por todas sus desgracias, y si eso no era suficiente, por el clima o por la plata que no tenía. Esa mujer era capaz de sacar de sus casillas a un maestro zen. Mi madre me estimulaba con constantes descalificaciones, groserías y humillaciones, tampoco perdía ocasión de hacerle escándalos a mi padre por el motivo que fuera, razón suficiente para que él se ausentara casi completamente de casa, arrancando de esa pesadilla diaria de peleas y gritos donde tenía todas las de perder, dejándonos a mi hermano y a mi en el más profundo abandono, expuestos a ese maltrato, en manos de quien no tenía ni las ganas ni la paciencia para criar niños pequeños.

Esta etapa de mi vida se quedo impregnada en mi cuerpo como un mal presentimiento, y no escatime las consecuencias de lo vivido en esa época porque en la inocencia de los inicios todo transcurre intensamente, siempre en tiempo presente. Aún en ese escenario tan adverso, existía una confianza ciega en el proceso de la vida, no distinguía las razones que motivaba a los demás en su actuar, mucho menos las consecuencias de los hechos de dicho actuar.  Aprendí tempranamente que solo podía obedecer a mi mamá sin pensar si quería no recibir de vuelta las penas del infierno. Y nunca más me atreví a hablar, mis palabras eran pulverizadas con un grito silenciador, todo razonamiento e idea que surgían de mi boca eran estupideces, así como todos mis actos castigados. Como medida de protección para no seguir trasgrediendo mi intimidad, me mimetice con los muebles y las paredes del lugar, en silencio actuaba siempre alerta y solícita para no despertar la furia que yacía latente cerca de mi, como una fiera oculta en las sombras pronta a atacar. Ya conocía la violencia y era inútil razonar con ella, solo podía intentar engañarla para sobrevivir. 

Desde esa época de esclavitud mi mente fue creando atajos cuando me enfrentaba a la realidad, rellenaba los espacios vacíos del momento presente con lo que ya había conocido anteriormente. Aprendí a suponer sobre las personas, los objetos, y de todo cuanto me rodeaba, encarcelándolos en una referencia del recuerdo. Recuerdos que vivían en mi como una angustia que no me dejaba respirar.

Con este destino marcado por la energía de mis padres, mi vida estaba condenada al fracaso, mi mente al desquicio y mi cuerpo a la enfermedad. Considerando y analizando esas posibilidades en mi, pude dar un paso atrás y examinar el guion ancestral que se venía repitiendo. La única certeza que tenía cuando decidí sanar es que estaba demente, tan demente como todos ellos, y esa despiadada lucidez me permitió considerar otras posibilidades para recorrer.

Al salir de la casa de mis padres tapé el asunto del maltrato con un manto de olvido, pero tenía la sensación constante de estar rodeada de sombras, perseguida siempre por malos recuerdos e incómodas sensaciones y emociones, que se refrescaban día a día con lo que el mundo más sabe ofrecer: una inconsciencia profunda que nos lleva a diálogos sordos y un sufrimiento sin fin. Sólo al despertar de ese ciclo de autodestrucción, pude ver como lo más mórbido de nuestra especie constantemente promulgada por los medios masivos de información, crean una realidad impregnada de infamia, tristeza y horror, para deleite de los consumidores que ven su reflejo en ese dolor.

Experimentaba en mi sensaciones muy contradictorias, impulsada por mi necesidad de amor y libertad. Me esforzaba por ser una mujer amable, generosa e intentaba reforzar mi confianza en el prójimo, lo que contrastaba con lo que veía reproducirse, a pesar de mis esfuerzos, sólo veía lo peor de cada ser, causándome una profunda frustración. Mi campo de energía emanaba muy poco valer, y como es obvio, así era tratada.

Con la necesidad de respirar aire fresco, comencé la búsqueda para solucionar mi trastorno utilizando medios no convencionales, introduciéndome en un mundo de energías y sanación el que solo había conocido en textos y películas. De manera presencial conocería a personas que ya lo hacían, según yo, repletos de sabiduría y amor. Me faltaba mucho y todo por ver, experimentar y aprender.

En este invisible y mágico territorio de las energías, se venden beneficios intangibles  para la salud del cuerpo, mente y espíritu.  Mi ingenua idea de la realidad me decía que cualquier ser humano que se dedique a la sanación de un otro, estaba repleto de amor, y sin duda, es un ser excepcional.  En un comienzo no fui capaz de vislumbrar ni sospechar la codicia y el ego en esta inexplorada región. Con el tiempo y muchas experiencias a mi haber, caí en cuenta lo rentable que puede ser trabajar en nombre de dios, la sanación y el espíritu. Comencé asistiendo a rituales de magia que se realizaban de acuerdo a la fase lunar. Consulté milenarios oráculos, naipes de tarot y simbólicas runas. Me sometí a sesiones de acupuntura, hipnosis, reiki y esencias de flores. Y con un mapa que tenía las dimensiones exactas y la posición cardinal de mi departamento, escudriñé en las energías de mi casa y lo ordené de acuerdo a los preceptos que ordena el Feng Shui. Buscaba y me daba cita con sanadores que decían transferir fluidos psíquicos con sus manos y sanar lo que sea con sus poderes sobrenaturales y los elixires de plantas alucinógenas, sin dar con el paradero de ninguno que valiera la pena mencionar. Conocí a algunos charlatanes que se decían 
iluminados, y que se benefician ofreciendo fórmulas energéticas milagrosas a los humanos que cargan con la ciega desesperación de las enfermedades emocionales, carencias de todo tipo y el desamor, dejándome siempre con un halo de mentira, amargura y desilusión. Nada de ese traslúcido mundo calmaba mi angustia, sólo ahondaba mi profundo cansancio y miseria. Sin parar buscaba la armonía y la belleza que mi alma insistía que existían, soplándome al oído sus bondades y suplicándome que no desistiera de la búsqueda. Pero no las podía encontrar. 

Una tarde de verano fui a una charla de crecimiento personal en un lujoso hotel de la capital, la encargada de enseñar técnicas de asertividad era una joven mujer de nacionalidad española, quien con histrionismo contaba como cada persona puede vencer los obstáculos físicos, emocionales, mentales y espirituales asumiendo la responsabilidad de la propia realidad, moldeándola a su antojo, como arcilla fresca en las hábiles manos de todos quienes descubren los secretos y leyes del universo. Más allá de sus soluciones practicas para mejorar la convivencia, una frase que pronunció esta mujer me trajo a la tierra, una familiar frase que me susurraba majaderamente una vocecita interior y como una contraseña entre mundos me resucitó de la larga agonía: “Lo imposible es posible”. 

Tome un taller para aprender a meditar, y con cuatro sesiones en el cuerpo y un mantra personal, estaba capacitada para la no acción de la meditación. Sagradamente me daba cita en la mañana muy temprano acompañada por el sol que comenzaba su día en este lado del mundo, en un espacio libre del movimiento y de los ruidos de mi hogar. Al silenciar los pensamientos pude sentir las emociones que flotaban a mi alrededor y que se hacían carne en mi humanidad. Tenía la sensación de haber cometido algo vergonzoso, experimentaba la incomodidad de nunca estar en el lugar ni el momento adecuado, y creía ser despreciada como una leprosa quien no merecía la bondad ni la misericordia de dios. Estaba repleta de prohibiciones, culpas inconfesables, miedos tormentosos, fracasos y responsabilidades impostergables. Necesitaba huir de este mundo de pesadilla, pero eso no era posible, estaba impregnada de todo eso. Era la realidad creada desde la interacción con todo lo que había visto, oído y olfateado desde mucho antes de aprender a caminar con mis propios pies en esta tierra. 

Al mes de intentar rozar el nirvana en la posición del loto, se desprendió de mi cuerpo una criatura redonda, de color gris oscuro y deforme, la observé detenidamente, tenía mucho miedo y cansancio, respiraba agitadamente casi sin aire en los pulmones. Esa entidad se me había enroscado en mis huesos succionando la pasión que circulaba por mis venas. Sentí miedo al verla, pero correr no era la solución. Respirando lentamente la envolví en una burbuja de energía, repitiendo conjuros conocidos e inventados que fueron de gran efectividad. La vi desaparecer y experimente una sensación de alivio y libertad. 

Le comenté a la loky, mi amiga de toda la vida, que estaba decidida a sanarme del pasado. Fue en ese momento que me contó un episodio que me costó mucho tiempo de reloj asimilar como propio. A los diecinueve años no podía dormir, fui a verla y entrando a su casa vio mis ojeras y mi evidente cansancio, me preguntó que me pasaba. No duermo, le respondí, mi mamá está en la cocina por las noches y me da miedo dormir, escucho como mueve los cuchillos en el cajón del servicio y cuando hay silencio se me aprieta la guata esperando que entre a mi pieza y me mate. Cuando me contó esa historia, la miré algunos segundos sin poder creer la historia que me contaba. Me dijo que quedó traumada cuando le relaté lo que para mí era mi realidad, y yo también cuando me lo confesó. Y eso continuó, hasta el día de hoy son pocas las cosas que recuerdo como hechos concretos de mi infancia. Solo tengo chispazos de memoria cuando sé que hubo una carga emocional fuerte. De los pocos recuerdos, hay uno en particular, tenía unos doce o trece años, era de noche y estaba profundamente dormida en mi cama. De un segundo a otro desperté sobresaltada al sentir como arrancaban las frazadas para darme con la correa varias veces en el cuerpo, vi a mi mamá golpearme con furia mientras mi papá observaba en la puerta. Nunca supe la causa de ese castigo, solo sentía una impotencia que me acostumbre a sentir. Fue por esos episodios en la noche y por el diario maltrato emocional,  que no podía dormir. Pero la memoria utiliza recursos para protegernos. Cuando la Loky me contó esa historia, para mi era totalmente ajena, sentía que era imposible que me hubiese sucedido, no tenía rastros de ella en mi memoria, pero si en mi psiquis y en mi alma. Sin duda, si otra persona me lo hubiese contado, lo que viví, no lo creo, pero ella ha sido mi mejor amiga toda la vida, una mujer sólida, sana y consciente, quien ha estado conmigo cuando mas necesité cariño y contención.

Desde el silencio comencé una nueva relación con la persona que se reflejaba en mi espejo, me veía tan distinta a como el resto me percibía, incluso quienes mas me conocían sentían cariño y admiración por mi tranquilidad y dulzura, sin saber que fingía esa calma y felicidad. Saqué cada una de las mascaras que me ayudaron a sobrevivir en esta realidad y así pude saber quien era en verdad esa mujer del espejo, con la que tenía una relación mas basada en el odio que en el amor. A la par, estudié con disciplina y casi fanatismo uno de los textos sagrados más importantes en la transformación de mi vida y mi conciencia, El Poder del Ahora, libro de un escritor alemán del cual se desprende un halo tangible de bondad. El me señaló un camino que solo yo podía recorrer. Y haciendo uso de una voluntad que nunca antes había desarrollado, dirigí mis pasos en la búsqueda del silencio, para encontrar ahí mi esencia, mi cordura, mi madurez emocional, mi conexión espiritual, mi paz y a "dios".

Constantemente me preguntaba: ¿Qué siento ahora?. Casi siempre hervía en emociones confusas, estaba impaciente, nerviosa, con miedo, cansada, y rabiosa. Sin embargo, con el tiempo pude dominar mi mente para que no empatara con esas emociones. Observaba con la distancia precisa a mi mente para no caer en las trampas emocionales que me habitaban, y así pude no permitir que mi mente  justificara sus existencias. Solo observaba. De tanto observar como mi mente creaba la realidad,  desnudé la creencia que se suponía me salvaría de la perdición: esperaba que algo de importancia sucediera en mi vida para alcanzar la paz. Además creaba fantasías que me mantenían en la luna, esperaba un hombre perfecto, exitoso, perfumado y musculoso que con su ciego amor hacia mi, que me haría flotar en el aire, y ante eso, dejaría todo botado, familia e hijos y me iría con él a un paraíso inventado, en donde por arte de magia, desaparecerían todos mis males. O como opción a ese sueño rosa, ganarme un premio millonario el que me ayudaría a comprar el autoestima que nunca tuve.  Vivía en las nubes  y el pasado aún me pesaba en los músculos, arrastraba mi cuerpo como un ancla de buque, y mi mente se negaba a admitir lo que nunca debió suceder. Mi vida era un desastre y era más fácil culpar al pasado que hacerme cargo de mi desgracia actual.

Comencé a centrarme en el minuto en que respiraba, me dolía el cuerpo y era adicta a los relajantes musculares y marihuana, hasta que decidí cerrar la boca prometiendo nunca más volver a tomar una pastilla ni fumar hierbas que me nublaran la razón. Cuando no daba más por las contracturas, me encerraba en el baño, daba el agua de la ducha con el agua hirviendo golpeaba mi cuerpo para que derritiera el dolor, llorando con desgarro, exorcizando las palabras del pasado que retumbaban en mi mente y cuerpo como si me las estuviesen diciendo en ese instante. Esas palabras tenían vida propia en mi y utilizaban su poder para herirme y torturarme sin tregua ni pausa. Cuando lograba salir del agua me alargaba como un gato sin dejar un solo músculo sin estirar, muchas veces sufriendo calambres que me dejaban en el suelo sin respiración. Luego tomé medidas con respecto a mi inclinación a lo tremendo, desde mi conciencia y no desde mi mente enferma, dejé de tener miedo primero en lo doméstico. Respiraba hondo cada vez que sonaba el teléfono para aquietar los latidos acelerados de mi corazón, el ruido del aparato era la señal definitiva que algo malo estaba sucediendo, y alguien murió. O al oír encender el motor de un auto, dejé de esperar sin aliento la explosión que lo haría volar por el aire salpicando sangre y dolor, y se me fue el trauma de ver un cuchillo, el que siempre imaginaba atravesándome la piel. Cuando le comenté de esos miedos a mi marido (segundo y actual), me miró dos segundos y me dijo que no me preocupara, iba a comprar una camisa de fuerza para cuando fuera necesario utilizarla. 

No pasó mucho tiempo, ya no recuerdo cuanto, un mes o dos antes de sentir los efectos del silencio, la presencia y de la conciencia expandida. Una mañana de primavera, caminaba por patronato con la Loky, ella hablaba poniéndome al día de su vida, cruzábamos una calle rodeadas de gente y ruido, típico de ese barrio de comerciantes árabes y chinos con sus tiendas repletas de trapos y ofertas. De repente algo sucedió dentro de mi, me llamó la atención mi respiración, un soplo de aire fresco entró  fácil y fluido por mi tráquea pasando como una caricia por mi corazón, llenando mis pulmones y expandiéndolos en toda su magnitud.  Su conversación de repente me pareció muy interesante aunque no era nada trascendental, mis oídos escuchaban alertas y curiosos sus palabras, y al mirar el entorno, los colores de las personas y de las tiendas eran nítidos e intensos. No existía más que ese momento, mis sentidos despertaron de un largo sopor y mi mente estaba en silencio. Me habitó completamente una profunda paz y alegría de ser, estar, sentir, oler y ver. Ese satori duró cinco minutos, tiempo suficiente para que no lo olvidara y nunca más abandonase las prácticas que me daban de probar la verdadera libertad de la existencia y la revelación de una paz que no creía posible en este mundo. 

A los 32 años estuve por última vez con mi mamá. Ella estaba internada en un hospital al lado de la cordillera, sus pulmones se habían transformado en pequeñas y duras pelotas, sin espacio ni voluntad para el intercambio de oxígeno. Sus órganos fueron desplazados de su lugar por bolsas repletas de virus y bacterias que crecían a su antojo, eran unas bombas racimo a punto de estallar  y extinguir su vida. Tenía su piel pálida, arrugada y pegada a los huesos, y pesaba pocos kilos. Nada quedaba de la robusta mujer que me acompaño en la infancia. Sus órganos no tenían fuerzas ni ganas de seguir en sus funciones, secuela de una enfermedad que no permitía a la sangre regar su cuerpo; ese fluido vital bombeado por el corazón, sede del amor y la pasión que jamás conoció, se negaba a volver a recorrerla. Los médicos intentaban darle una nueva oportunidad de vivir inyectándole con mangueras, líquidos nutritivos e introduciendo tubos en su garganta para que entrara aire a la fuerza en sus pulmones, lo que la hacía llorar a gritos, suplicando que pararan. La acompañaba en sus calvarios, pero solo podía esperar tras la puerta mientras hacían el procedimiento, y así, cuando terminaran, poder darle algo de consuelo de ese doloroso intento por salvarla. 

Solo a mi me permitían estar en ese recinto militar cuando ya las visitas habían salido hace horas del lugar, el médico jefe de el centro hospitalario es un muy buen amigo quien me advirtió de su pronta muerte. Las enfermeras me veían a toda hora atendiendo las necesidades de esa mujer, sin hacerme comentarios porque sabían que se trataba de el rito final.

Una noche muy tarde al colocar mi mano en la puerta para salir de su habitación quedé inmóvil y me di la vuelta para mirarla, ella tenía sus ojos clavados en mi y con una sonrisa que nunca antes me había regalado, me dijo: “Tienes que ser feliz”. Le sonreí y mentí,  diciéndole que ya lo era, pero no me dejó terminar y me exigió: “Sea como sea, tienes que ser feliz”. Asentí con la cabeza y me fui. Esa noche entró a la antesala de la muerte en un sueño profundo, sin vuelta ni dolor. Al otro día, antes de desprenderse de la vida y despedirse de su cuerpo, le sostuve la mano y pude ser testigo de ese misterioso tránsito en que todos nuestros errores son olvidados y perdonados en el más allá. Por algunos segundos salió de su profundo sueño y abriendo los ojos los fijó en alguien que yo no era capaz de ver, estaba a unos centímetros de su rostro iluminando su mirada. No sé si escuchaba a los que estábamos a su alrededor, pero mientras me despedía casi sin poder hablar por las lágrimas, sus facciones se llenaron de dulzura, regalándome su última imagen repleta de belleza y paz, dejándome la certeza de que estaba en muy buenas manos en ese misterioso reino de ángeles, espíritus y eternidad. 

Dicen que la infancia es reflejo de las vidas pasadas, si es así, cumplí una larga condena por crímenes que no recuerdo. Por mucho tiempo estuve presa en una rabia sorda, impregnando y enfermando mis músculos, huesos y sangre, salpicando de ira y resentimiento a mi presente y a quienes me rodeaban con un pasado que ya había dejado de existir, pero que me rondaba como un fantasma falseando los datos de la realidad. Mi excepcional ignorancia acerca de la vida, junto al poder de mi imaginación no permitían que diera los pasos a la adultez emocional, ni espiritual. 

No había podido perdonar a mi madre de su legado. Solo el silencio y mi presencia me ayudaron a calmar la furia heredada, espantar los demonios, sanar las heridas y perdonar con todo mi ser. Fue así que dejé de mirarme el ombligo abandonando para siempre el papel de víctima y le abrí paso a esta vida a mi espíritu ausente por tantos años. Nunca fue personal, pero el odio se siente muy personal. Lo alimentamos o lo transformamos, esa decisión es trascendental, y solo puedo tomar esa decisión todas las veces que sea necesario en el único momento en que estamos con vida, ahora. 

Ya no llamo a dios en el viento, porque puedo sentirlo en mi interior. Fui mutando a otra especie de ser humano, deje de ser puros reflejos, impulsos, temores y nervios, algo se ablandó en mi pecho y surgió un nuevo sentimiento que me nutre y abarca a los demás. Las personas nos parecemos mucho, mas allá de las apariencias, las historias se repiten con muy pocos cambios. Los sentimientos no distinguen razas, idiomas, ni geografía. Nos reímos y lloramos por las mismas cosas. Y a pesar de las semejanzas, cada uno de nosotros tiene su lenguaje, sus ritos, sus supersticiones y el nivel de conciencia que le permite vivir en el infierno o en el cielo, en un mismo tiempo y espacio terrenal. 

Al mirar hacia atrás no me convertí en sal. Hoy puedo sentir el placer de existir en mi propia piel, y sentir la deliciosa paz anunciada por la pitonisa. Puedo celebrar la vida, amar sin condiciones, y de paso promover la compasión y la conciencia. No puedo cambiar el pasado, sin embargo fue posible disolverlo del cuerpo y pude permitir que la mente actúe a mi favor. Mi historia y todas las historias de cada humano, están compuestas de recuerdos no solo mentales sino también emocionales: emociones viejas que se reviven constantemente. Y ya tengo el poder de no resucitarlas. Sin embargo sé como la mente nos atrapa y nos enreda, pensamos demasiado sin ver la belleza que nos rodea. Sin la mente, puedo sentir la bondad de lo sagrado y del infinito en este limitado cuerpo destinado a desaparecer. Ese es el poder del que hablan los místicos, los profetas, los maestros espirituales, y los iluminados de todas las épocas. Permitir Ser sin juicios, nos otorga la aceptación de lo que fue y de lo que es, logrando la trascendencia. Ese es el despertar espiritual que la humanidad está destinada a traer al mundo, porque mas que nunca tenemos la capacidad de entender el poder que tenemos en las manos y en el corazón.

Siempre es un nuevo comienzo, siempre es hoy, siempre es este instante mágico e irrepetible, "ahora es cuando", y siempre puedo hacer algo bueno con el. Al final del día todo se trata de mi y de mi consciencia. Y ya no hay nada de lo que haya sucedido en el pasado que me impida estar aquí. Estar en el presente me ha permitido librarme a mi, a mis ancestros y a mi linaje de su maldición.  Hoy solo disfruto la bendición más grandiosa que recibí de mis papás: mi vida.

... este andar por la tierra me hizo entender 
que lo único que se tiene es el amor que se siente y se da. 
Y por mi experiencia, se que “Lo imposible es posible”. 

Desde mi corazón,
Marcela Paz.
Santiago - Chile